Oriele Benavides Durante los últimos años de la historia de este país nos hemos acostumbrado a la profusión de interpretaciones. Si algo ha caracterizado el convulso y reciente devenir político, social y cultural venezolanos, es la ruptura del relato más o menos monocorde de una historia oficial que el Estado lograba emitir con mayor o menor autoridad (o autoritarismo), a la escisión en (al menos) dos relatos simétricos en su vocación totalizante y en su rivalidad exegética. Esta especie de discursividad social bifronte se dedicó a revisitar aspectos del pasado, reciente y remoto, proyectando en este pasado las miradas producidas por y desde la polarización para aportar sus propias lecturas sobre la historia nacional, en lo que en definitiva se puede considerar un esfuerzo por otorgar, legitimar o construir la incierta genealogía de lo que hemos estado viviendo en un presente que resulta, mucho más a menudo de lo deseable, insoportable. Este sistemático apaciguamiento por un sentido más o menos cerrado ocurre en todos los niveles y vuelca sus energías hacia el futuro: vocerías políticas de primera, segunda y tercera línea, redes sociales, conversaciones cotidianas, medios nacionales e internacionales, producción académica… en fin: toda la trama verbal del país parece comprometida en esa ecuación en la que no obstante y como es de esperarse algunos han sabido dejar la estela de su singularidad en los espacios que ocupan. Sin embargo, ante cada acontecimiento, es inevitable ver dos versiones, dos interpretaciones, dos caracterizaciones de personajes y de móviles, dos decorados, incluso dos libretos distintos para la misma situación enunciativa. Esta proliferación permanente y dicotómica de historias incompatibles, esta encarnizada lucha por la hegemonía del discurso es uno de los síntomas más llamativos de la polarización y de las formas en que se corporeiza en lo cotidiano sus efectos antagónicos. O quizás sea la polarización en sí misma: el Uno del Partido Socialista Unido de Venezuela, pero también el Uno de la Mesa de la Unidad[1].
¿Qué significa defender el psicoanálisis en este contexto? Al toparme con el primer comunicado de la NEL Caracas no pude dejar de pensar en la continuidad con que hemos estado afrontando el tramado agobiante de nuestra contemporaneidad. Algo de esa polarización quedó registrado, me pareció, en la medida en que el relato en el que se insertaba correspondía, voluntaria o involuntariamente, a ciertas narrativas que preferiría no cuestionar acá, pero que sin duda alguna no son las únicas que cuentan qué ha sido de nosotros. Ni que queremos que sea. Las diferencias son demasiadas, y hasta ahora no habían sido un impedimento para sentir en la Escuela un cierto lugar de excepción en el que la producción de algo verdadero estaba en juego. En Caracas se trabaja, y se trabaja por el psicoanálisis, y ese trabajo ha producido sus efectos de transferencia como algunos analistas han puesto de manifiesto en otros escritos de esta discusión, y como yo misma lo he constatado con alegría. Sin embargo, sí encuentro en la identificación con una de estas narrativas un pequeño escollo a la continuidad con mi transferencia (motivo certero de algunas sesiones de diván y, con suerte, de elaboraciones más sofisticadas que esto que presento hoy). Una declinación de esta precarización que hemos vivido los venezolanos en tiene que ver con la desaparición de la especificidad de los espacios, o de la inundación de la política y de sus significantes amo: como metalenguaje, como último lugar de la interpelación y de las identificaciones. “Populismo”, “autoritarismo”, “represión”, “libertad de expresión”, “democracia”, “dictadura”, “ideológico”, se ejercen y se perpetran (diría Borges) como términos últimos de un discurrir que no admite contestación. Se habla, desde los primeros pronunciamientos de la Escuela, de la caída de los semblantes que revelan un real, aquel del Uno totalitario que ordena en última instancia la política. Nos preguntamos si ese real social es ese Uno, o si ese real quizás sea también, nuevamente y en estos días de protestas masivas, la emergencia de los cuerpos singulares cuyas demandas el chavismo supo alojar de alguna u otra manera, con resultados electorales contundentes hasta hace muy poco. O si se trata del real de la brutal plusvalía extractivista, que hace aguas como nunca, y cuya intensificación sin cuestionamiento constituye, por cierto, el núcleo de la propuesta económica de los tres principales programas de gobierno presentados a escrutinio en las últimas elecciones presidenciales. Venezuela ha sido, por mucho tiempo, el único país monoexportador de petróleo con elecciones, lo cual ha permitido a la oposición ganar Asamblea Nacional recientemente, así como alcaldías y gobernaciones en diversas oportunidades. Esta excepcionalidad (la mera existencia de un sistema electoral, polarizado con poco o nulo espacio para partidos minoritarios, pero existente al fin) respecto a países de estructura económica similar, habla sobre aquello que nos determina, aunque no de forma unívoca. Esperemos, no obstante, que esta rareza, es decir, la posibilidad electoral, siga siendo una de las características distintivas de este país latinoamericano y petrolero. Me pregunto, en tanto analizante, si la especificidad del discurso analítico no está en juego también en esta puntuación hecha por una escuela en la que muchos hemos colocado la esperanza de una continuidad por un relato distinto, futuro, una vez más acosado por su propia imposibilidad. Si bien aprendemos en la escuela y en el análisis que no hay “buen vivir”, quienes nos acercamos a este espacio confiamos en poder encontrar en el psicoanálisis de orientación lacaniana algunas herramientas que nos permitan construir la dignidad de una política un poco menos tonta. [Oriele Benavides. Estudiante del tercer año del CID Nel sede Caracas, Sección Clínica Caracas.] [1] Nombres de las dos coaliciones mayoritarias enfrentadas en el terreno electoral. La section commentaire est fermée.
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